Ricardo Arévalo de 34 años,
ex soldado, recorría las calles cercanas al barrio Lleras, de Cúcuta. Siempre,
en la búsqueda de una moneda que lo ayudara con el sustento para la vida
diaria. Sus puntos de encuentro eran el parqueadero de Merk’gusto y afuera de
la sala de urgencias de SaludCoop.
De piel morena, ojos negros,
entre gordo y robusto, rostro pálido, sucio,
arrugado y con manchas. Vestía camisa desgastada del Atlético Nacional,
de 1990; una gorra negra que lo protegiera del sol, y un pantalón negro que
reflejaba en los rotos lo difícil que fue su existencia.
Debido a la contextura
física, se asemejaba una de las tortugas ninjas, aunque no tenía un antifaz. En sus momentos de sobriedad, inspiraba respeto y algo de
temor. La mirada triste evocaba los recuerdos entre sus pasos por la selva y su
andar por la calle.
La barba era desordenada
como su andar y vivía despeinado, sin preocuparse por sus enredos. Se lavaba solo
la mano izquierda con agua que recogía de la lluvia. En la derecha, todo el
tiempo, tenía un guante negro como el de los motociclistas rebeldes y en el que
recibía la limosna.
A veces anduvo como El
Renacuajo Paseador, con sombrero de copa y corbata a la moda. Trató de llevar
un atuendo decente durante un tiempo para no asustar a la muchedumbre. Los
esfuerzos fueron en vano. Las cicatrices en los brazos y las ojeras parecidas a
las de un vampiro espantaban a cualquiera.
Apodado “El Chirrete” por
ser un habitante de la calle, consumía sustancias psicoactivas (pegamento). Ricardo
era de familia adinerada, una generación de comerciantes y cambistas. No recordaba
nada de los progenitores, no quería traerlos a la memoria. El padre nunca lo
apoyó y la madre nunca estaba en casa.
Richard, como también era
conocido, estudió en el Sagrado Corazón de Jesús. Terminó bachillerato y
decidió prestar el servicio militar. Quería defender a la nación del
sufrimiento y con un arma alcanzar la paz. No sabía que para demostrar el
sentimiento patriótico debía usar como escudo la fuerza de voluntad.
Entró al mundo de la droga,
después de haberse incautado un cargamento de base de coca en Tibú, al parecer de
la guerrilla. Se quedó con una muestra y decidió probarla. La forma de ver el
mundo cambió. Guardó otra muestra por si se le antojaba para otro momento.
Fue descubierto en los cuarteles
cuando decidió usar la otra dosis. Cuando estaba en otro planeta era Cabo
Primero pero se estrelló contra el muro de la realidad. Su rango como soldado
raso no lo salvó de ser expulsado del Distrito Militar y echado a la calle como
un perro.
Su rutina consistía en despertarse
e ir a una casa cerca de La Salle, en la que le regalaban el desayuno. Muchas
veces era sólo un pan duro con café, en otras era más afortunado. El plato
cambiaba por un par de huevos con jamón y un vaso de jugo de naranja.
Antes de llegar al puesto de
salud y luego de haber comido, a las 10:00 de la mañana, su jeringa veía la
luz, luego de permanecer en el bolsillo. Se inyectaba el letal veneno en el
brazo izquierdo. La heroína era una fiel compañera en la vida de Richard.
Los días en los que sentía
frío, fumaba un par de “taquitos” de marihuana. Para no sentir hambre, se
acostumbró a oler bóxer. Siempre trató de disimular esa condición de adicto
para que las personas no le huyeran en el momento que pedía auxilio y tranquilizar
el alma.
En las noches buscó refugio
en los parques La Ceiba y Los Pinos. Consiguió un hueco en un callejón cerca al
Salesiano. Dormía en ese sitio mientras las voces jugaban con la mente y lo
acechaban en los sueños. Antes de dormir aspiraba bazuco para no sufrir de
insomnio.
El último día que fue visto
con vida se camufló entre el asfalto mientras esperó el cambio de turno. Caída
la tarde, terminada la tarea de cuidar carros y dirigir el tránsito cuando
llegaba una ambulancia. La clínica no fue más su sitio de trabajo y no regresó
al supermercado
.
La gente estuvo extrañada esa
semana. “Chirri” no volvió a aparecer. Los rumores que hicieron eco durante
esos días ahora son realidad. Richard ha pasado a mejor vida. No se sabe con
certeza si murió por una sobredosis o fue víctima de la ‘limpieza social’ que
actúa desde la clandestinidad.
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